LAS GUERRAS DEMONIACAS 6 VOLUMENES ENLACES
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LAS GUERRAS DEMONIACAS 6 VOLUMENES ENLACES
SALVATORE, R.,A.,
LAS GUERRAS DEMONIACAS
El Dáctilo demoníaco despertó. No sucedió de repente sino que fue un despertar lento en una profunda caverna, en una lejana y desierta montaña. Nadie lo advirtió ni lo vio salvo los gusanos de las cavernas y algunas criaturas insomnes que forman parte de las bandadas de murciélagos que penden de los techos.
Pero el espíritu demoníaco había despertado, había regresado de su largo sueño dentro de la forma estatutaria a que había sido reducido tras su última visita al mundo llamado Corona. El ser corpóreo, tangible, se acoplaba bien al espíritu errante. El Dáctilo podía sentir su sangre, su sangre caliente, fluyendo a lo largo de las alas y de las fuertes patas, podía sentir las contracciones de sus robustos músculos; sus ojos se abrían parpadeantes pero sólo veían negrura, pues la figura, detenida en una mágica inactividad en la profundidad de la caverna, con la cabeza inclinada y las alas envolviéndole estrechamente el torso, estaba recubierta de magma. La mayor parte de la ardiente materia de aquel tiempo remoto había borbotado y fluido fuera de la caverna, pero dentro había quedado la suficiente para endurecerse sobre la forma corpórea del Dáctilo. ¡El maligno, encerrado en obsidiana, había vuelto a Corona!
El espíritu demoníaco descendió a lo más profundo de su ser y convocó sus poderes, tanto físicos como mágicos. Con una voluntad absoluta y una fuerza brutal, el Dáctilo plegó las alas. Una fina grieta rajó el sarcófago de obsidiana. El Dáctilo volvió a plegarlas, y la grieta se ensanchó; entonces, con un potente y repentino frenesí, la bestia se desprendió de la obsidiana, desplegó las enormes alas hacia un lado, arañó y hendió el aire con las puntas de las garras. Lanzó la cabeza hacia atrás y abrió la bocaza; chirrió por el absoluto placer del retorno, por el caos que reinaría otra vez en los tranquilos reinos humanos de Corona.
Su torso parecía el de un hombre alto y esbelto, formado y dibujado por apretadas fibras de tensos músculos, con un par de tremendas alas semejantes a las de un murciélago pero de seis metros de envergadura y con fuerza suficiente para levantar un toro en un rápido vuelo. En cierto modo la cabeza también era humana, aunque más angulosa, con mandíbula estrecha y barbilla puntiaguda. Sus orejas eran asimismo puntiagudas y asomaban entre el escaso copete de pelo negro de la demoníaca criatura. El pelo no llegaba a ocultar los cuernos del Dáctilo, del tamaño del pulgar y curvados uno hacia el otro en la parte superior de la frente.
La textura de la piel era rugosa y gruesa, un pellejo acorazado, de color y brillo rojizo, como encendida por su propia luz interior. Los ojos eran brillantes; casi siempre parecían estanques de líquido negro, pero se convertían en ardientes órbitas rojas, en llamas vivas, en una luz de odio cósmico, cuando el demonio estaba agitado.
La criatura se flexionó y desperezó, desplegó majestuosamente las alas, se elevó y batió el aire con los brazos humanoides. El demonio extendió las uñas hasta transformarlas en garras como garfios, al tiempo que le crecían los dientes, dos caninos afilados que sobresalían por encima del labio inferior. Cada parte de su cuerpo era un arma devastadora y mortal. Pero, por muy impresionante que fuera su apariencia, su verdadero poder residía en la mente y en la intención: tentar almas, torturar corazones y sembrar la mentira. Los teólogos de Corona discutían sobre si el Dáctilo diabólico era el origen o el resultado del mal. ¿Era él quien había traído al género humano la debilidad y la inmoralidad? ¿Era él el origen de los pecados mortales, o simplemente había aparecido en el mundo cuando esos pecados habían madurado y estaban a punto de explotar?
Para la demoníaca criatura de la caverna, tales cuestiones carecían de importancia. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?, se preguntaba el Dáctilo. ¿Cuántas décadas, incluso siglos, habían transcurrido desde su última visita a Corona?
La criatura recordaba aquellos tiempos remotos y saboreaba los recuerdos de ríos de sangre mientras un ejército tras otro se enzarzaban en una deliciosa y desesperada batalla. Maldecía en voz alta el nombre de Terranen Dinoniel, que había aliado a humanos y elfos, y perseguido a los ejércitos del Dáctilo hasta la base de aquella montaña, Aida. El mismo Dinoniel había penetrado en la caverna tras la bestia y había atravesado al Dáctilo de parte a parte...
El demonio de alas negras miró el desgarrón de color rojo oscuro que le afeaba la piel, por lo demás suave. Con un repugnante crujido de huesos, la cabeza de la criatura giró por completo, y se inclinó para examinar la segunda imperfección de su figura, una informe cicatriz debajo del omoplato izquierdo. Ambas cicatrices estaban perfectamente alineadas con el corazón del Dáctilo, y así, con aquel desesperado ataque, Dinoniel había derrotado la esencia corporal del demonio. Pero, incluso en su agonía, éste había resultado vencedor al usar su poderosa voluntad para desprender el magma de las entrañas de Aida. Dinoniel y buena parte de su ejército habían sido arrasados y destruidos, pero el Dáctilo...
El Dáctilo era eterno. Dinoniel había muerto, y ya era un lejano recuerdo; pero el espíritu del demonio había regresado, con sus heridas físicas curadas. «¿Qué hombre, qué elfo tomará el lugar de Dinoniel?», se preguntaba el demonio en voz alta, con una voz cavernosa y llena de resonancias, como el estruendoso rugido de un animal. Una nube de murciélagos despertó a la vida ante el inesperado ruido y voló hacia afuera a través de uno de los túneles formados por la lava. El Dáctilo soltó una carcajada, sintiéndose poderoso por ser capaz de ahuyentar a tales criaturas —¡a cualquier criatura!— con un simple sonido. ¿Y qué resolución podría tomar esta vez la asamblea de humanos y de elfos? Si es que los elfos todavía existían, pues incluso en tiempos de Dinoniel ya se encontraban en decadencia.
Sus pensamientos pasaron de sus enemigos a aquellos que convocaría como sirvientes. ¿Qué criaturas podría reunir esta vez para librar su guerra? Ciertamente, los trasgos perversos, tan llenos de cólera y de codicia, tan fascinados por el asesinato y la lucha; los gigantes fomorianos de las montañas, poco numerosos pero cada uno de ellos con la fuerza de una docena de hombres y con una piel tan gruesa que ni una daga podía traspasarla; los powris, sí, los powris, los enanos astutos y ansiosos de guerra de las Julianthes, las Islas Desgastadas, que odiaban a los humanos más que a nadie. Siglos antes, los powris habían dominado los mares en sus sólidas y achaparradas embarcaciones con aspecto de toneles, cuyos cascos estaban hechos con un material más resistente que el de los barcos de los humanos, del mismo modo que los diminutos powris estaban hechos de una materia más resistente que los hombres.
Un hilo de baba caía de la boca del Dáctilo mientras pensaba en sus anteriores aliados y en los futuros, en su ejército maligno. Los llevaría a su redil, tribu a tribu, raza a raza, y el ejército crecería como crece la noche cuando el sol toca el horizonte por el oeste. El crepúsculo de Corona estaba en sus manos.
El demonio despertó.
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SALVATORE, R.,A.,
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LAS GUERRAS DEMONIACAS
SALVATORE, R.,A.,
vol. 1:EL DESPERTAR DEL DEMONIO
vol. 2:BARBACAN; LA GUARIDA DEL MALIGNO
vol. 3:EL ESPIRITU DEL DACTILO
vol. 4:MARKWART, EL ABAB MALEFICO
vol. 5:EL APOSTOL DEL DEMONIO
Vol. 6:EL HIJO DE ELBRIAN
LAS GUERRAS DEMONIACAS
El Dáctilo demoníaco despertó. No sucedió de repente sino que fue un despertar lento en una profunda caverna, en una lejana y desierta montaña. Nadie lo advirtió ni lo vio salvo los gusanos de las cavernas y algunas criaturas insomnes que forman parte de las bandadas de murciélagos que penden de los techos.
Pero el espíritu demoníaco había despertado, había regresado de su largo sueño dentro de la forma estatutaria a que había sido reducido tras su última visita al mundo llamado Corona. El ser corpóreo, tangible, se acoplaba bien al espíritu errante. El Dáctilo podía sentir su sangre, su sangre caliente, fluyendo a lo largo de las alas y de las fuertes patas, podía sentir las contracciones de sus robustos músculos; sus ojos se abrían parpadeantes pero sólo veían negrura, pues la figura, detenida en una mágica inactividad en la profundidad de la caverna, con la cabeza inclinada y las alas envolviéndole estrechamente el torso, estaba recubierta de magma. La mayor parte de la ardiente materia de aquel tiempo remoto había borbotado y fluido fuera de la caverna, pero dentro había quedado la suficiente para endurecerse sobre la forma corpórea del Dáctilo. ¡El maligno, encerrado en obsidiana, había vuelto a Corona!
El espíritu demoníaco descendió a lo más profundo de su ser y convocó sus poderes, tanto físicos como mágicos. Con una voluntad absoluta y una fuerza brutal, el Dáctilo plegó las alas. Una fina grieta rajó el sarcófago de obsidiana. El Dáctilo volvió a plegarlas, y la grieta se ensanchó; entonces, con un potente y repentino frenesí, la bestia se desprendió de la obsidiana, desplegó las enormes alas hacia un lado, arañó y hendió el aire con las puntas de las garras. Lanzó la cabeza hacia atrás y abrió la bocaza; chirrió por el absoluto placer del retorno, por el caos que reinaría otra vez en los tranquilos reinos humanos de Corona.
Su torso parecía el de un hombre alto y esbelto, formado y dibujado por apretadas fibras de tensos músculos, con un par de tremendas alas semejantes a las de un murciélago pero de seis metros de envergadura y con fuerza suficiente para levantar un toro en un rápido vuelo. En cierto modo la cabeza también era humana, aunque más angulosa, con mandíbula estrecha y barbilla puntiaguda. Sus orejas eran asimismo puntiagudas y asomaban entre el escaso copete de pelo negro de la demoníaca criatura. El pelo no llegaba a ocultar los cuernos del Dáctilo, del tamaño del pulgar y curvados uno hacia el otro en la parte superior de la frente.
La textura de la piel era rugosa y gruesa, un pellejo acorazado, de color y brillo rojizo, como encendida por su propia luz interior. Los ojos eran brillantes; casi siempre parecían estanques de líquido negro, pero se convertían en ardientes órbitas rojas, en llamas vivas, en una luz de odio cósmico, cuando el demonio estaba agitado.
La criatura se flexionó y desperezó, desplegó majestuosamente las alas, se elevó y batió el aire con los brazos humanoides. El demonio extendió las uñas hasta transformarlas en garras como garfios, al tiempo que le crecían los dientes, dos caninos afilados que sobresalían por encima del labio inferior. Cada parte de su cuerpo era un arma devastadora y mortal. Pero, por muy impresionante que fuera su apariencia, su verdadero poder residía en la mente y en la intención: tentar almas, torturar corazones y sembrar la mentira. Los teólogos de Corona discutían sobre si el Dáctilo diabólico era el origen o el resultado del mal. ¿Era él quien había traído al género humano la debilidad y la inmoralidad? ¿Era él el origen de los pecados mortales, o simplemente había aparecido en el mundo cuando esos pecados habían madurado y estaban a punto de explotar?
Para la demoníaca criatura de la caverna, tales cuestiones carecían de importancia. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?, se preguntaba el Dáctilo. ¿Cuántas décadas, incluso siglos, habían transcurrido desde su última visita a Corona?
La criatura recordaba aquellos tiempos remotos y saboreaba los recuerdos de ríos de sangre mientras un ejército tras otro se enzarzaban en una deliciosa y desesperada batalla. Maldecía en voz alta el nombre de Terranen Dinoniel, que había aliado a humanos y elfos, y perseguido a los ejércitos del Dáctilo hasta la base de aquella montaña, Aida. El mismo Dinoniel había penetrado en la caverna tras la bestia y había atravesado al Dáctilo de parte a parte...
El demonio de alas negras miró el desgarrón de color rojo oscuro que le afeaba la piel, por lo demás suave. Con un repugnante crujido de huesos, la cabeza de la criatura giró por completo, y se inclinó para examinar la segunda imperfección de su figura, una informe cicatriz debajo del omoplato izquierdo. Ambas cicatrices estaban perfectamente alineadas con el corazón del Dáctilo, y así, con aquel desesperado ataque, Dinoniel había derrotado la esencia corporal del demonio. Pero, incluso en su agonía, éste había resultado vencedor al usar su poderosa voluntad para desprender el magma de las entrañas de Aida. Dinoniel y buena parte de su ejército habían sido arrasados y destruidos, pero el Dáctilo...
El Dáctilo era eterno. Dinoniel había muerto, y ya era un lejano recuerdo; pero el espíritu del demonio había regresado, con sus heridas físicas curadas. «¿Qué hombre, qué elfo tomará el lugar de Dinoniel?», se preguntaba el demonio en voz alta, con una voz cavernosa y llena de resonancias, como el estruendoso rugido de un animal. Una nube de murciélagos despertó a la vida ante el inesperado ruido y voló hacia afuera a través de uno de los túneles formados por la lava. El Dáctilo soltó una carcajada, sintiéndose poderoso por ser capaz de ahuyentar a tales criaturas —¡a cualquier criatura!— con un simple sonido. ¿Y qué resolución podría tomar esta vez la asamblea de humanos y de elfos? Si es que los elfos todavía existían, pues incluso en tiempos de Dinoniel ya se encontraban en decadencia.
Sus pensamientos pasaron de sus enemigos a aquellos que convocaría como sirvientes. ¿Qué criaturas podría reunir esta vez para librar su guerra? Ciertamente, los trasgos perversos, tan llenos de cólera y de codicia, tan fascinados por el asesinato y la lucha; los gigantes fomorianos de las montañas, poco numerosos pero cada uno de ellos con la fuerza de una docena de hombres y con una piel tan gruesa que ni una daga podía traspasarla; los powris, sí, los powris, los enanos astutos y ansiosos de guerra de las Julianthes, las Islas Desgastadas, que odiaban a los humanos más que a nadie. Siglos antes, los powris habían dominado los mares en sus sólidas y achaparradas embarcaciones con aspecto de toneles, cuyos cascos estaban hechos con un material más resistente que el de los barcos de los humanos, del mismo modo que los diminutos powris estaban hechos de una materia más resistente que los hombres.
Un hilo de baba caía de la boca del Dáctilo mientras pensaba en sus anteriores aliados y en los futuros, en su ejército maligno. Los llevaría a su redil, tribu a tribu, raza a raza, y el ejército crecería como crece la noche cuando el sol toca el horizonte por el oeste. El crepúsculo de Corona estaba en sus manos.
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